Nunca le había tocado. No sabía
cuáles eran los surcos de su piel. Ni cómo olía la lluvia en su cuerpo cuando
penetraba por la ventana de madrugada. Siempre me mantuve en un segundo plano.
A veces, se podría decir que hasta en un tercero. Le observaba desde la
distancia. Aquella mirada traviesa que jugaba a ser un niño con acciones de
adulto. La pizca de impulsividad que en su receta alguien se olvidó de echar.
Mi mente lo desnudaba cada día. Mis manos recorrían su cuerpo con la exactitud
de un cirujano, por el miedo a pasar por alto el más mínimo detalle que llevara
al fracaso. Unos labios finos, los míos, chocaban contra sus labios carnosos
con la finalidad de seguir avanzando en un mapa de inexactitudes que yo debía
intuir debajo de la ropa que siempre le acompañaba. Su trasero firme, dorado
por el sol en una tarde de recogidas frutales. Sus piernas robustas,
entrelazadas con las mías. Cerraba los ojos y me perdía en su cuerpo. Lametones
que me provocaban más de una mordedura de labios. Pellizcos que desencadenaban
ligeros estremecimientos. Y solía perderme cuando imaginaba mi mano invadir por
debajo de sus pantalones. Y de nuevo la madrugada llegaba. Encaprichada de
aquella mirada juguetona, aunque nunca fuera dirigida a mí. De aquella marcada
mandíbula que mis dedos imaginaban recorrer para acabar entre sus labios. Pero
era tan fácil encapricharse de él…
PD: “-A veces uno se encapricha de quien no conviene – intenté decirle.
-Pero, a la hora de encapricharse, no se puede decir si alguien te conviene o no, Bill –
me aseguró Richard-. No puedes obligarte a encapricharte o no encapricharte de
alguien.” (Personas como yo de John Irving)
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Confesó