Acostumbraba a echarse la siesta
encima del sofá. Sus mini-shorts negros y su camiseta de tirantes eran su
pijama de tarde. El toldo a medio cerrar. Las ventanas estaban desnudas porque le
gustaba ver el mundo desde cualquier punto, pero sobre todo, le gustaba que el
mundo le viera a ella. Su cuerpo derretido por las altas temperaturas, se agitaba
por la inquietud de sus pensamientos. Acostumbraba a soñar despierta con los
hombres que había deseado o que deseaba en su vida. Aquellas ideas eran
suficientes para subir la temperatura de sus poros. El rugido de las
cilindradas se aproximaba a sus recuerdos. Aquel 1,80m que conoció en una vieja
cantina de Zamora volvía a su memoria. Sus caricias repartidas por debajo de su
camiseta. Sus besos carnosos que la derretían entre su oreja y su clavícula.
Sus palabras se transmitían a través de calladas miradas.
Ella, a horcajadas, encima de las
musculadas piernas. Su falda se confunde, por encima de sus piernas, con el
culote. Besos lentos, eternos, como si aquellos fueran únicos; el único punto
de conexión, después ambos volverían a sus vidas, a sus ciudades.
Con sus recuerdos en la memoria, con
su aroma sobre su piel, ella se acariciaba los senos como si sus manos fueran
las de él, grandes y fuertes. Delicadamente, iba bajando su mano derecha
mientras se acariciaba con las puntas de los dedos. Su lengua humedecía sus
labios imaginando esos otros labios carnosos frente a ella, encima del sillín
de su moto, a la orilla del río, una calurosa tarde de verano. Sus dedos
llegaron hasta su clítoris; allí donde hace seis meses estuvo él en todo su
esplendor. Sus dos cuerpos acoplados en cada embestida; los gemidos de ella
acogidos por el silencio de él. Y, en la soledad, de su sofá, ella se autocomplace
con suaves caricias.
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NOTA: Anteriormente publicado el diecisiete de mayo de 2011.
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