Las oposiciones estaban pasando factura al matrimonio. Luis estaba cada vez más cansado. A veces se dejaba llevar por el estrés y Marcela debía respirar hondo para no coger las maletas y marcharse hasta que finalizaran. No había tregua entre ellos. Trabajar. Estudiar. El calendario parecía haberse parado y el once de abril marcado en rojo se alejaba en vez de estar cada vez más próximo. Marcela empezó a utilizar ropa sexi mientras paseaba desnuda por casa; incluso tuvo el intento, fallido hemos de decir, de cocinar ligera de ropa, pero Luis parecía tener un antifaz que le impedía ver todo aquello que no estuviera ligado con la Física. Hasta que ella se cansó. Ya habían pasado dos meses sin un beso, ni una caricia y ya ni hablamos de puro sexo. Él estaba inmerso en el tema siete mientras Marcela, ataviada con una braguita en forma de falda y un sujetador que le daba un toque de dominatriz, se metió por debajo de la mesa. Empezó a desabrocharle el pantalón hasta quedar a la luz un pene despierto, deseoso de ser devorado. Ella besó el capullo para darle el toque justo de humedad, recorriendo el tronco con su lengua hasta que lo introdujo en la boca. Sintió la humedad de las paredes y el calor que emitía su garganta mientras lo saboreaba. Realizaba movimientos lentos. La mano derecha jugaba con los testículos y acariciaba el pirineo con las yemas de los dedos. Sentía cómo el pene iba creciendo dentro de la boca. De repente, Marcela movía su boca, su mano, con agilidad, con rapidez, de manera intermitente. Luis sentía los labios de su mujer recorriendo su polla y las manos calentando los exteriores de su cuerpo. Su mente se despejó para centrarse en el vaivén de los pechos de ella mientras realizaba las maniobras bucales. Sus ojos recorrieron las curvas de las nalgas, deseándolas palmear salvajemente. El temario se difuminó en su cabeza dando paso al deseo, al éxtasis, a la provocación y al orgasmo que vertió sobre los labios de Marcela con su mejor sonrisa.
Y, de repente, para, se yergue y se distancia de él unos escasos centímetros, que ni el silencio se hubiera atrevido a atravesar. Le mira directamente a los ojos. Ella roza sus propios labios con su lengua para terminar con un pequeño mordisco en el labio inferior, por la parte izquierda de éste. Él se mantiene inalterable en su posición, controlando su deseo por ella, aunque su entrepierna tenga vida propia y roce suavemente el muslo derecho de su enigmática compañera sexual. Ella se inclina sobre él y echa su cálido aliento sobre la fina piel de su cuello provocando que ésta se erice, para terminar con un lametón a la altura de la barbilla. Y sin que ambos se rocen, sus lenguas se acarician atrayéndose entre si para terminar en un apasionado beso, que aunque comienza lento, termina salvaje, ansioso, donde las manos invaden el cuerpo del otro. Él la sube a la altura de su cintura y la penetra fuerte, mientras ella le rodea con sus piernas y su espalda es ahora la que golpea la
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Confesó