Cada viernes cogía su libreta y su bolígrafo y se dirigía a una pequeña cafetería del centro donde servían una tarta de chocolate exquisita. Desde su rincón observaba el devenir de clientes que entraban a calentar su cuerpo con un café caliente entre las manos. Pero hoy su mirada se quedó parada en el rincón opuesto. Un chico ligeramente más joven que ella, delgado, de pelo castaño claro, ojos oscuros, permanecía de pie. Vestía unos pantalones de pinza color arena y un chaleco granate. Demostraba cierta soberbia, el hecho de saberse guapo. Cuando sus miradas se cruzaron eran juguetonas y ardientes. Él movía sus dedos por la pantalla del móvil a la vez que lanzaba miradas furtivas a la joven solitaria que se perdía entre las líneas de su libreta. Ella fue descendiendo su mirada por el cuerpo de él y notó un ligero movimiento por debajo de la cintura. Esto hizo que sus bragas comenzaran a humedecerse. Se levantó lentamente y se dirigió al baño, pero cuando llegó a la altura de él, se paró ante sus ojos y sin mediar palabra descendió su mano hasta su entrepierna y acarició con suavidad el tronco de su pene. Dos veces. Arriba, abajo. Arriba, abajo. Y siguió su camino. Notó pasos detrás de ella y de repente unos labios carnosos la devoraban a besos apresurados, ansiosos. Las manos de él se deslizaban por encima de la ropa, palpando unas anchas caderas, unos pechos pequeños. Ella, cada vez más húmeda. Él, más empalmado. Ansiaba tocar sus fornidos brazos. Perderse entre sus piernas. Sentirse invadida, conquistada por una polla fuerte y penetrante. El sujetador a medio quitar. La camisa ligeramente desabrochada. Dos pares de pantalones por los tobillos. La ropa interior a medio bajar. Embestidas rápidas, salvajes. Perdidos entre el placer repentino y el temor de ser interrumpidos. Él esconde sus gemidos entre la clavícula de su repentina y ansiada amante. Ella, clavando sus uñas en la espalda del jovencito. Los dientes mordiendo sus labios. Una sonrisa y una despedida silenciosa.
Y, de repente, para, se yergue y se distancia de él unos escasos centímetros, que ni el silencio se hubiera atrevido a atravesar. Le mira directamente a los ojos. Ella roza sus propios labios con su lengua para terminar con un pequeño mordisco en el labio inferior, por la parte izquierda de éste. Él se mantiene inalterable en su posición, controlando su deseo por ella, aunque su entrepierna tenga vida propia y roce suavemente el muslo derecho de su enigmática compañera sexual. Ella se inclina sobre él y echa su cálido aliento sobre la fina piel de su cuello provocando que ésta se erice, para terminar con un lametón a la altura de la barbilla. Y sin que ambos se rocen, sus lenguas se acarician atrayéndose entre si para terminar en un apasionado beso, que aunque comienza lento, termina salvaje, ansioso, donde las manos invaden el cuerpo del otro. Él la sube a la altura de su cintura y la penetra fuerte, mientras ella le rodea con sus piernas y su espalda es ahora la que golpea la
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Confesó