Cogió
una bolsa cualquiera y se arrodilló frente al árbol. Fue retirando una a una
cada una de las bolas que hace algo más de un mes había colocado con cierta
emoción en aquel árbol que provenía de otro tiempo, de otra casa, de otro hogar.
Allí, frente aquellas ramas falsas de color blanco, como si la nieve lo hubiese
inundado, en un lugar donde nunca había hecho acto de presencia, revivió la
última Navidad, la de dos mil once. Recordó cómo la emoción invadía sus ojos;
los nervios de los regalos siempre al límite de la última hora y la ilusión de
los sueños que aún quedaban por cumplir. Sueños que se resquebrajaron un diez
de enero cuando su chico llegó a casa con una carta en la mano y una mirada
pérdida, ausente. La mirada de la ignorancia, de la perplejidad. Escuetas
palabras para resumir los últimos cinco años de su trayectoria profesional: “Sentimos
comunicarle que debido a los recortes que la empresa se ve obligada a llevar a
cabo, prescindiremos de sus servicios a partir del próximo 31 de enero. Gracias
por su dedicación y esmero y le deseamos que su situación laboral se estabilice
a la mayor prontitud”. Mientras Isabel leía estas palabras en un murmullo,
Felipe se servía un whisky con hielo frente a la ventana del comedor,
observando las luces amarillentas, que desde su altura parecían pequeñas luciérnagas,
y a los transeúntes, como meras motas de polvo, ajenos a los problemas, a los
de él, pero con los suyos propios; quien sabe si más o menos importantes. “No
te preocupes”, le dijo ella, aún a pesar que la preocupación invadió cada uno
de los poros de su piel. Y mentalmente ya se encontraba haciendo números y
aplicando recortes. “Además, tú nunca has estado más de tres meses sin trabajar”,
le recordó ella. Pero los tres meses pasaron y a esos tres, se juntaron otros
tres y tres más. Y además, hubo que añadir el recorte del 25% del salario de
ella. Por tanto, cada vez más los cálculos no cuadraban con las facturas de la
luz, el agua, el gas, el alquiler. Y hubo que tomar la decisión. Destruir lo
que habían construido. Volver al origen. Seguramente la decisión más razonable,
pero también la más triste. Y ellos hicieron sus maletas. Empaquetaron sus
recuerdos. Y cada uno regresó a su dormitorio de juventud, a dormir bajo
pósteres de adolescentes que ya no lo eran tanto y a dar explicaciones como si
hubieran retrocedido diez años. Pero para Felipe el regreso fue aún más duro.
Cada despertar en aquella vieja habitación le recordaba el fracaso. Las miradas
de tristeza de sus padres que él evitaba con una bajada de párpados. Las
preguntas de las vecinas del barrio, extrañadas de su presencia permanente, y
las respuestas evasivas de su parte, alegando lo que más de cinco millones de
personas, todas con nombres y apellidos y una historia que ya parece a nadie
importar.
Y
Felipe madruga un día tras otro para invadir las empresas con las copias de su
CV actualizado, pero se acumula a los más de cien o incluso doscientos de
aquellos otros que también cuentan su historia.
Frente
a aquel árbol, Isabel se pregunta por qué durante treinta y un días al año
debemos tener la obligación de ser felices, olvidando los otros trescientos
treinta y cuatro días de tristeza, pesadumbre y fracasos. ¿Por qué sólo nos
acordamos de alimentar a los que no tienen alimentos durante este mes?, se
replantea ella a si misma. ¿Es que acaso sus estómagos no rugen un diez de
abril?, lanza la pregunta al silencio y silencio es lo que obtiene. ¿La emoción
por la sorpresa no es la misma un seis de enero que un veinte de mayo?, se
lamenta Isabel.
Sin
embargo, Isabel recoge los adornos de aquel viejo árbol que se llevó consigo la
esperanza de otra vida, los sueños de dos jóvenes que se toparon con la
realidad y que ahora sobreviven con la idea de que nada perdura. Y que ésta hoy
es mi historia, pero lamentablemente mañana puede ser la tuya.
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NOTA: Tenía que hacer un cuento de Navidad para mi taller de escritura y ésta es mi visión peculiar. No pretendía publicarlo, pero una vez finalizado he sentido la necesidad de hacerlo. Espero que a todos nos haga detenernos unos segundos, al menos.
Demasiado real, demasiada la impotencia.
ResponderEliminarY rabia es lo que me quema por dentro.
A veces es necesario presentar la realidad para despertarnos de nuestro letargo, de nuestro espacio de comodidad donde los problemas de los demás no nos llegan; pero no debemos olvidar que todos estamos en la misma burbuja. :(
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