-¿Conocía al
difunto?, preguntó el hombre canoso que se apoyaba con alguna agilidad,
obtenida por la experiencia, sobre su bastón.
-No mucho, la
verdad. Estoy aquí porque mi madre, que se encuentra fuera de la ciudad, me ha
pedido encarecidamente que asista, respondió ella.
-Como acostumbra
a pasar en estos casos podría decirle que era un buen hombre, pero, para serle
sincero, le estaría mintiendo como un bellaco y, a mi edad ya no hay necesidad
de guardarse las mentiras. Era un mal hombre, pero no lo que usted podría
pensar por malo, no, sino esa maldad intrínseca, donde se busca el perjudicar
al contrario sin tener en cuenta las consecuencias. Seguro que si le pongo un
ejemplo lo ve todo mucho más claro. Vi con mis propios ojos como tiró a su
hermano por las escaleras para evitar que éste fuera al baile de fin de curso
con la chica que les gustaba a ambos. Aquello supuso el fin de la carrera
deportiva de su hermano, ¡SU PROPIO HERMANO!, ¡crease usted!
-Pues sí, egoísta
fue, admitió ella.
Y el anciano se
fue cabizbajo buscando el calor del sol que despuntaba en la mañana.
-¿Conoció al
difunto?, le preguntó la mujer de aproximadamente unos cincuenta años, con
cierta cara de pesar.
-No mucho, pero
me han comentado que no era muy buena persona. No sé cuan era de cierto.
-¡Pues toda la
razón tienen! ¡Qué malo era el jodio! Ni un día libre me dio en treinta años;
ni cuando mi hija dio a luz accedió a que la acompañara al parto.
-¿Y usted qué
hizo?
-¿Pues qué iba a
hacer? Irme con mi hija. ¿Dónde iba a encontrar a alguien que aguantara sus
malos humos mañaneros o sus borracheras de corazón destrozado? Pero eso sí,
váyase usted a creer que el muy cabronazo, ¡qué me perdone Dios! (a la par que
se santiguaba con la mano derecha) me descontó el día del sueldo. ¡Dios le
tenga bien guardado en el Infierno!
Y con estas palabras rebotando en el ambiente desapareció entre el gentío
la que había sido su ama de llaves durante los últimos treinta años.
Al quedarse nuevamente la silla libre, se aproximó hacia ella, un joven
de unos treinta años o eso creyó ella. Se le antojó atractivo, pero de esos que
no se han percatado aún de ello, lo que les hace más interesantes.
-Esto es
demasiado tedioso, ¿no crees?, le preguntó él, mirándola a través de unas
pequeñas gafas de pasta negra.
-Estas
situaciones son así, pero lo importante es venir a acompañar a los familiares.
-Por lo que sé
los únicos familiares que le han vivido son una nuera, con la que no se habla
desde la trágica muerte de su hijo, y un par de nietas. La mayor, a la que no volvió a ver desde que ésta tenía cinco años. Y la joven que ves allí con el
pelo azul.
-¿Son hermanas?,
preguntó ella con curiosidad.
-No, no. Son
primas, pero nunca se han conocido. Ella es la hija de su hija, que murió hace
cinco años de una larga enfermedad.
-¡Pobre chica!,
se lamentó ella.
-¡Totalmente!,
dijo él. Ahora es probable que se acabe convirtiendo en carne de orfanato, se
lamentó él con una verdadera tristeza.
-¿Y tú de qué
conocías al difunto?, si se puede preguntar, dijo ella.
-Soy el Director
Creativo de la empresa, le contestó él, con una sonrisa, pero al ver la cara de
desconocimiento de ella, aclaró diciendo: diseño de joyas.
-Disculpa, no
conocía al difunto, le aclaró a él.
-¿Y entonces qué
es lo que te ha traído aquí?, le inquirió él con curiosidad.
-Mi madre me ha
pedido que viniera a dar el pésame a la familia, expresó ella.
-Compromisos………formuló
él como para si mismo. Daba la impresión que sus pensamientos estaban en otros
temas, tal vez más interesantes que el que allí se presentaba. ¡Qué maleducado
por mi parte!, observó él de repente. Mi nombre es Adrián SanLuis, dijo él, mientras
le extendía la mano.
-Lucía Marccino,
pronunció ella, con una bonita sonrisa en sus labios carnosos, pintados de un
suave rosa apagado. Encantada, respondió.
-¿Lucía
Marccino?, preguntó él estupefacto.
-Sí, ¿por qué?,
interpeló ella.
-¿No sabes cómo
se llama el difundo, verdad?, le interrogó él.
-Siendo sincera,
no le he prestado atención, le reconoció ella.
-Bruno Marccino,
le dijo con una media sonrisa, mientras observaba detenidamente su cara. ¡Tu
abuelo! ¿No te acuerdas de él?
-Muy vagamente.
Alguna vez le pregunté a mi madre sobre la familia de mi padre, pero me dijo
que mi abuelo nos echó de su vida en el momento que la culpabilizó a ella de la
muerte de mi padre. Él murió en un accidente de tráfico cuando nos iba a recoger
a mi madre y a mí al aeropuerto, por eso la culpa a ella.
-Era el dolor de
un padre que acababa de perder a un hijo, se compadeció él.
-Mi madre
acababa de perder a su marido y yo a un padre, sentenció ella, a la par que
centraba su mirada en la chica de pelo azul que ahora resultaba ser prima suya.
Al fondo de la sala, había una joven de unos quince años que lloraba
desconsoladamente sin tener unos brazos que aguardaran su dolor. La que acaba
de descubrir que es su prima, se acerca a ella, aunque sin saber qué hacer ni
qué decir. Se sentó a su lado y durante unos breves segundos, el silencio las
envuelve.
-Siento su
pérdida, le dijo ella con sinceridad.
-Pues serás la
primera de todos los que hay aquí que lo sientan, respondió ella, sin mirarla. No
era un buen hombre, lo sé. ¿Sabes qué hizo cuando vio que un chico me daba un
beso?, preguntó ella de forma retórica y sin esperar respuesta, contestó: Cogió
su escopeta y tras un primer disparo de aviso al aire, le persiguió mientras le
iba disparando justo detrás de los pies. ¡Sólo teníamos diez años! Desde
entonces ese chico no es capaz ni de mirarme a los ojos, se lamentaba ella.
Nuevamente el silencio, se apoderó de ellas, entre el murmullo de las
voces de la gente que llenaban el lugar, más bien llamados por la idea de
comprobar que realmente había abandonado este mundo, que por expresar su pésame
a los familiares.
-¿De qué
conocías a mi abuelo?, le preguntó la chica del pelo azul, aunque no con
demasiado interés.
-Realmente no lo
conocía. Estoy aquí porque mi madre me lo ha pedido. Sin embargo……….estando
aquí he descubierto que también era…………mi abuelo, respiró ella profundamente,
con la vista en los baldosines.
-¿Eres Lucía?,
le inquirió, mirándola a los ojos y con una sonrisa en los labios.
-Sí, soy yo.
¿Has oído hablar de mí?, le preguntó.
-Sí, pero no
gracias a mi abuelo. Mi niñera, la Sra. Cantino me hablaba de mi tío, es decir,
tu padre, y también de tu madre y de ti. ¡Deseaba tanto conocerte!, expresó
ella con emoción.
Él me dijo que
no me dejaríais sola y no se equivocaba. No sería bueno, pero siempre cuidó de
mí.
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NOTA: Éste es un ejericio del taller que inicié en clase, la mitad, y la otra la he terminado en casa. Consistía en presentar a un personaje a través de varias voces.
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Confesó