Preparó una cena ligera para compensar el exceso de las cañas del mediodía. Llevaba un moño en lo alto de la cabeza hecho de forma improvisada. Una vieja sudadera y unas mallas eran el resto de su indumentaria. A las doce en punto sonó el portero y ella, extrañada, se acercó el telefonillo a su oído lanzando un suave sí. Al otro lado, una voz ronca, varonil, seguramente influenciada por el frío, el alcohol y algún cigarro esporádico. No se veían con frecuencia, no seguían unas directrices establecidas, pero cuando uno acudía, el otro se unía. No eran una pareja, solo dos conocidos que iban profanándose a través de caricias, besos y orgasmos robados.
Se recibieron con un casto beso, alguna frase formal, pero el deseo los atraía mutuamente. Los besos iban delante de las caricias, estas adelantaban a los pellizcos y cuando el calor subió sus grados la ropa fue cayendo con rabia contra el suelo. Él la empujó de cara contra la pared mientras con sus manos iba recorriendo el interior de sus muslos hasta sentir la humedad de su seno. Dos dedos atravesaron su bosque hasta las profundidades. Movimientos rítmicos, constantes que fueron paralizados cuando la intensidad llegaba a su momento más álgido. Los jadeos de ella eran lo único que rompía el silencio. El ritmo fue descendiendo. Una pequeña cuerda de color negro fue entrelazada entre sus muñecas, firme, con el toque justo de tensión. Entre sus brazos la trasladó hasta la habitación del fondo depositando su cuerpo con delicadeza, pero mientras se desabrochaba el pantalón ella intuyó que sus ojos irradiaban salvajismo, dureza, brutalidad compartida. Esta vez no hubo besos ni caricias. Su polla invadió su cuerpo sin previo aviso, rígida, fuerte. Penetraciones constantes, cuyo ritmo subía y bajaba como un preliminar. La miró a los ojos mientras con sus manos agarraba sus nalgas para darle mayor acceso a su pene. Colocó una pequeña almohada debajo de su pelvis. Una penetración directa, profunda, que iba ganando intensidad con cada embestida. Veloz, invasivo. Sus gemidos se iban acompasando. Sus dedos acariciaban el clítoris esporádicamente. Y entre jadeos, “sí, sí, por favor”, “joder”, “sigue, sigue” a ambos les sobrevino un explosivo orgasmo que empezó en su cerebro y terminó desembocando entre sus piernas.
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Confesó