Alicia
reservaba cada viernes para sí misma. Tras una larga semana de trabajo intenso,
se sumergía en su bañera de patas doradas e iba sintiendo como los músculos de
su cuerpo se descontraían lentamente. Un recorrido que comenzaba por los dedos
de sus pies y desembocaba en los cabellos de su cráneo. El olor a rosas de las
sales se fundía con los toques ligeramente amaderados de la botella de vino que
descansaba en el bidé. Temperaturas contradictorias dentro de aquel particular
espacio. La música entraba suavemente por sus oídos sin hacerle perder la
concentración de las hojas que yacían entre sus manos. Cuarenta minutos
después, su cuerpo descansaba en un mullido sofá y sus pupilas se perdían
frente a la pantalla buscando una conversación nocturna de su interés.
Conscientemente, le buscaba a él. Aquel que calentaba sus sueños desde hacía
casi dos meses. Sin identidades. Una descripción ligera para que ambos no
pudieran reconocerse en su pequeña ciudad. Unos ojos verdes allí. Una melena
negra allá.
Cada viernes comenzaban con una puesta al día sobre su
semana, su trabajo, sus preocupaciones, para terminar subiendo la temperatura a
quien estaba al otro lado de la pantalla. Las palabras de él iban inundando su
cerebro para después estimular su clítoris. Ansiaba de él una mirada deseosa,
pero a su vez firme. Unas manos ásperas que acariciaban la suavidad de su piel.
Recorría cada lunar uniéndolos en un mapa estrellado imaginario, pero perdía la
cordura al ascender al Monte de Venus. Su lengua era una experta escaladora que
ascendía y descendía al ritmo de los suspiros de ella. Cuando se aproximaba, su
tono se volvía unas décimas más agudo. Segundos que se convertían en
microsegundos. Uñas que se clavaban en su palma y en la espalda. Suave
recorrido sobre su contorno musculado. Ligero tono tostado por los primeros
rayos de sol.
Deseo en sus cabezas. Sus manos entre las piernas. Hechos
descritos con calentón y presura, buscando un placer instantáneo y efímero.
El
último suspiro, el de ella. La primera palabra de huida, la de él. Y así cada
viernes repetían la misma historia como una cita no pactada. Sin embargo, lo
que ninguno de los dos sabía es que cada lunes él la esperaba con un vaso de
café entre las manos y una sonrisa entre sus labios, desde que la reestructuración
les hiciera compartir despacho. Y ella le miraba como un objeto prohibido,
mientras él la deseaba como una pieza de colección.
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Confesó