El atardecer hacía ya rato que se
había escapado entre las nubes que aquella tarde inundaban el cielo de un gris
ceniza. El pequeño edificio que albergaba el despacho de Fiama, apenas estaba
frecuentado por el guardia de seguridad, una vez por hora, y la presencia, más
que tediosa de la joven secretaria. Su cara oculta, tras una pantalla de 19
pulgadas, solía pasar desapercibida a los clientes que transitaban aquellas
oficinas, incluso a aquellos que se sentían obligados a tratar directamente con
ella. La falta de planes en su agenda hizo que aquella tarde de trabajo
coincidiera con la oscuridad de la noche; emails contestados con la monotonía
de quien sabe y hace bien su labor, documentación archivada con la atención
necesaria.
Aquella
madrugada, Fiama despertó algo sudorosa, emocionada, por la perversión del
sueño que la visitó. En él, ella vestía una minifalda, que nunca hubiera osado
a utilizar para el lugar de trabajo, y una camisa blanca, que acentuaba sus
pechos, que aunque pequeños, resaltaban bajo la vestimenta. Por ello, al
despertar, Fiama, excitada, se lanzó directa a su armario, cambiando una ya
manida falda de cuadros, que ligeramente tapaba las rodillas, por su minifalda
negra, que marcaba ligeramente las curvas de su cuerpo. A la que le acompañó,
una de sus camisas blancas, con abotonadura automática y un ligero escote en
pico. Aunque el tacón no era pronunciado, pues la ocasión no era la adecuada,
su estilismo resultaba antojoso a la vista de cualquiera. Sin embargo, el día
había transcurrido como otro más. La misma rutina. La misma gente. Las mismas
miradas.
Justo
cuando se disponía a cerrar su sesión, vio que hacía apenas cinco minutos le
había entrado un nuevo correo electrónico, de uno de sus clientes preferidos.
Al ver su nombre reflejado, su pensamiento se trasladaba a un morenazo,
atlético, apetecible, muy apetecible. Y aquella sonrisa deseosa se marcó
ligeramente en su rostro. Sólo había una frase, una. Concretamente una
pregunta:
¿Ahora?
Y,
ella, sin dudarlo, sin pensar, respondió con un minúsculo, “si”. Y, al darle a
la tecla de enviar, sonó tras la puerta, un ligero pitido, al que le siguió un
golpe de nudillos. Extendió su falda y sin presura se dirigió a abrir la
puerta. Allí no hubo palabras. Sólo miradas. Sólo sonrisas. Sólo deseo. La
espalda de ella golpeada contra la puerta. Los labios de él devorándola. Las
manos de Fiama levantando la camiseta de él. Los dedos de él acariciando el
trasero de ella, mientras hace desaparecer las bragas. La camisa de ella
tapando el ordenador de su compañera, mientras él devora sus pezones con
necesidad, acaricia sus pechos con suavidad. Las manos de Fiama desabrochando
pantalones ajenos para acabar acariciando la amplitud del pene. Los labios de ella
recorriendo la carretera de la espalda de él hasta morder sus nalgas. La lengua
de él transitando el cuerpo de Fiama hasta tocar el claxon del clítoris, cada
vez más rápido, y más, y más. Las manos de ella impidiendo que él separe sus
labios de su entrepierna, entremezclándolos con los mechones de su cabellera. Se
estremece su cuerpo entero. Agita. Suspira. Excita. Grita. Y Fiama de espaldas
a su compañero de juegos. Su melena va a hacia atrás cuando él le embiste.
Ambos gritan. Sudan. Un cuerpo sobre el otro, disfrutando sin más. Sólo eso,
sólo ser, sólo deseo.
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Confesó