Quisiera poder plasmar aquello que me persigue, que lucha por salir de mis dedos, pero la mente bloquea los buenos pensamientos, aquellos que poseen fuerza, que trasmiten ideas. El miedo escénico, a éste otro lado de la pantalla, hace bombear a mi corazón, mis venas se convierten en charquitos de un día de lluvia primaveral y yo, yo no me atrevo a saltar sobre ellos por miedo a que la tez blanca de estos menudos pies se manche de alegría, de satisfacción. Todos tenemos nuestra parcelita del miedo, aquella donde vamos guardando las malas experiencias, los malos recuerdos, nuestras inseguridades personales creando un globo cada vez más inflado, pero que nunca llega a explotar. Los miedos son consecuencia de las inseguridades personales. O tal vez los consideréis una resistencia a la felicidad, a que aquello que deseamos pero que no nos atrevemos a mostrar, a que se haga realidad. Y, aquí estoy intentando con la aguja en la mano, pero sin acercarme al globo, por miedo a explotar.
Nos escondimos en aquel viejo cuarto, tras las escaleras de la segunda planta, después de la sala de ordenadores de los de segundo de carrera, ¿te acuerdas? Dos pares de vaqueros tirados sobre el suelo. Mi camiseta sobre el pomo de la puerta. La tuya, sobre la pila de viejas CPU, de una generación ya olvidada. El aire la ondeaba como la bandera de un barco pirata reclamando su territorio. Golpeaste mi espalda contra la puerta, sujetando con firmeza mis brazos por las muñecas, quedando a tu merced. Me clavaste tu mirada con tal intensidad, que aún hoy sólo necesito cerrar los ojos para sentirla sola para mí. Me susurraste al oído derecho que cerrara los ojos y cuando mis párpados se bajaron sentí tus labios recorrer lentamente mi cuello hasta la clavícula, haciendo estremecer todo mi cuerpo. Tu lengua saboreó mis pezones haciéndolos endurecer. Ibas bajando hacia mi ombligo; tus manos acariciaban las curvas de mi cuerpo. Sutilmente retiraste la última pieza que cubría mi cuerpo, quedan
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Confesó