
Cada día, al caer la tarde, se sentaba en su pequeña terraza. Sobre aquellas viejas sillas heredadas de su abuela, que el pasado verano intentó modernizar con una de esas técnicas de los programas de televisión para torpes. Le gustaba ver a sus vecinos, a los que nunca saludaba. Era como ser el sol viendo seres pequeñitos que mueve con sus hilos. Asomando un rayo, se despojan de su ropa. Una gota aplastada sobre el asfalto era suficiente para tener un mal día.
Sin embargo, ella no era marioneta en manos de la naturaleza. Sentada en aquella terraza, vio con la tarde cambiaba su ánimo; de una alegre sonrisa se pasaba a miles de gota golpeando su cuerpo desnudo. Allí, sentada, permaneció, sintiendo el frescor. Ella pensaba que las lluvias veraniegas le daban libertad. Purificar su cuerpo de los excesos veraniegos y las noches sinrazón. El olor penetraba hacia el fondo de sus pulmones, cerrando los ojos se trasladaba a épocas de libertad. Sin dependencias tecnológicas, sólo ella y la hierba fresca bajo sus pies desnudos. Cuanto ansiaba huir de aquellos bloques de hormigón, y sentirse en libertad.
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Confesó