Las agujas del reloj se apoyan la una sobre la otra, señal inequívoca
de que es hora de echar a andar y que el tiempo no apremie. Tácitamente va
dejando cada prenda sobre la colcha que cada mañana extiende con fervor,
evitando la más mínima arruga. Esta noche es demasiado especial por lo que ha
decidido desempolvar una bonita minifalda negra, que compró la temporada
pasada, pero que aún no había encontrado la ocasión de estrenar. Para
acompañar, la eterna camisa blanca. Comienza a vestir sus largas piernas con la
sutileza de quien viste a una delicada muñeca. El roce de la media con el tacto
de su piel hasta acabar a la altura de su muslo. De postre, un conjunto
comprado para la ocasión; de esos que él le pedía, pero que ella veía como un
mero disfraz de quien nunca llegará a ser. La minifalda roza con sus muslos y
se hace la difícil para terminar el proceso de cierre. Frente al espejo, va
cerrando uno a uno cada botón de la camisa, mientras por debajo se deja intuir
el encaje que remata cada copa del sujetador. Una pequeña piedra negra
sobresale sobre su pecho contrariando el perfecto nácar que representa la parte
superior de su cuerpo. Mira con desdén los zapatos de tacón que en la caja
esperan ser mancillados. Es como si sólo estuviera a un par de minutos de ser
otra mujer, de ser aquella que él siempre había deseado, que tantas y tantas
veces le había reclamado. Pero, lo que ella no sabe es que cinco centímetros de
más no cambian la perspectiva. Tal vez fue él quien no fuera capaz de obtener
de dentro la mujer que en ella había, y sólo obtuvo a la chica que estaba
aprendiendo a ser. Sin embargo, cada veinte y cuatro de septiembre, ella se
recuerda que ha aprendido a ser una mujer y el hombre que ahora llama a su
puerta sí lo supo ver.
Nos escondimos en aquel viejo cuarto, tras las escaleras de la segunda planta, después de la sala de ordenadores de los de segundo de carrera, ¿te acuerdas? Dos pares de vaqueros tirados sobre el suelo. Mi camiseta sobre el pomo de la puerta. La tuya, sobre la pila de viejas CPU, de una generación ya olvidada. El aire la ondeaba como la bandera de un barco pirata reclamando su territorio. Golpeaste mi espalda contra la puerta, sujetando con firmeza mis brazos por las muñecas, quedando a tu merced. Me clavaste tu mirada con tal intensidad, que aún hoy sólo necesito cerrar los ojos para sentirla sola para mí. Me susurraste al oído derecho que cerrara los ojos y cuando mis párpados se bajaron sentí tus labios recorrer lentamente mi cuello hasta la clavícula, haciendo estremecer todo mi cuerpo. Tu lengua saboreó mis pezones haciéndolos endurecer. Ibas bajando hacia mi ombligo; tus manos acariciaban las curvas de mi cuerpo. Sutilmente retiraste la última pieza que cubría mi cuerpo, quedan
Muy bueno, ella aprendió ^^
ResponderEliminarAnte todo hay que aprender y no ser solo lo que otra persona quiera.
ResponderEliminarPrecioso texto, como siempre :)
Gracias, chicas, por vuestras palabras. ;) Beijinhos.
ResponderEliminardespues de la primera frase no pude dejar de leer
ResponderEliminar:)